El palo del gallinero

Tras décadas viendo esa cucaña implacable en la campa de Olarizu -¿alguien sabe por qué se pone ese palo mayor tan erecto que recuerda al mástil de un barco naufragado tierra adentro?-,  el pasado lunes entendí el dicho que usaba mi abuela cuando me caía de la bicicleta en el pueblo y me ponían de mercromina como un cristo, y que dice así: “no sé si vas a llegar tú algún día al palo del gallinero”. Porque no todos los pollos llegaban a gallos: la mayoría eran convertidos en pechugas, muslos, patas, cuellos y mollejas antes de tiempo. De ahí el refrán; no todos acababan subiendo a lo más alto de ese palo tan lleno de mierda, dicho sea de paso.

Hace tiempo que soy un hermoso pollo campero, pero yo tampoco voy a llegar ya a lo alto de la cucaña, abuela. Y no será porque me hayan convertido en nuggets, sino porque algo que podía haber intentado cuando era más joven siempre lo dejaba para el año siguiente y ahora ya no me veo. Aunque he de confesar que el otro día, con nocturnidad, alevosía y una botella de sidra en la pechera, me agarre a la cucaña y no fui capaz ni de sostenerme un par de segundos, para regocijo y ataque de risa de las amigas que me acompañaban. Bien es cierto que podría entrenarme duro y volver a intentarlo el año que viene, y seguramente lo conseguiría. No lo voy a hacer porque ya no le veo la gracia, pero me voy con la lección aprendida: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Otro septiembre avanza sin prisa hacia el otoño, hacia la materia oscura del último trimestre del año. Éste en particular viene muy lento y muy gris, apenas las conservas de tomate de pera le dejan algo de color en la despensa. Parece como si quisiera darnos algo más de tiempo para que tomemos mejores decisiones. Septiembre sabe que lo difícil no es quitarle el miedo a la muerte, algo en lo que jamás pensamos, sino quitarle el miedo a vivir.

Podríamos llamar todos los días a alguien a quién queramos y dedicarle al menos 10 minutos de conversación consciente.

Podríamos pasear con una amiga que hace mucho que no vemos, aunque solo fuera acompañarla a bajar la basura porque no sacamos más tiempo.

Podríamos quedar con el vecino para pasear a su perro o llevar a los niños al colegio y así ir rompiendo los prejuicios que son bastante más gruesos que las paredes que nos separan.

Podríamos ir con una banqueta a pasar la tarde junto al vendedor de cupones de la esquina, que seguro tiene muchas historias que contar.

Podríamos subirnos una mañana en la linea circular del urbano y hablar de forma casual con todas las personas que se sienten a nuestro lado.

En definitiva, podríamos revolucionarnos y pasar más tiempo juntos. Porque el ser humano no es solo un animal que nace (solo), crece (en compañía), se reproduce (o no) y muere (solo). Necesita sobre todo relacionarse, juntarse, acoplarse, reflejarse en sus coetáneos para entenderse.

Para muchos hacer la revuelta en su propia vida consiste en apuntarse a un gimnasio y lucir como un renovado gallo de corral en lo alto de un palo. Para otros, eso no basta.

En Teatro Físico y Químico, nos juntamos para pasar a la acción e imaginar no solo que subimos todas hasta lo alto de la cucaña sino que podemos usarla de catapulta para volar la cruz de Olarizu.

¡Tú decides de qué palo vas!

Que se entere el mundo entero

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